domingo, 26 de marzo de 2017

¿Quién tiene resuelta la salvación?

Cuando Jesús afirma; “es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de los cielos”, el apóstol San Pedro expresa y pregunta; “nosotros lo hemos dejado todo para seguirte. ¿Qué recibiremos?”, Cristo responde algo sorprendente refiriéndose a los apósteles; “A ustedes que me han seguido, yo les digo: cuando todo comience nuevamente y el Hijo del Hombre se siente en su trono de gloria, ustedes también se sentarán en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (S. Mateo 19:28).
Antes de meditar en la respuesta de Jesús, no debemos pasar por alto que en Israel existieron cortes rabínicas, jueces que ocupaban un papel importante en la nación, tal vez, los apóstoles creyeron que a eso se refería y quizá lo siguieron con más fuerza esperando eso con ilusión, quizá sintieron ambición y hasta ego. Pero, tras la resurrección y la ascensión de Cristo es fácil suponer a qué tronos se refería; los tronos de arriba en la gloria del cielo.
¿Cómo nos sentiríamos si Jesús nos dijera: “ustedes se van a sentar en un trono para juzgar…”?, ¿Qué clase de emociones despertarían en nosotros ante esta afirmación?. Pongámonos en los zapatos de San Pedro, supongamos que Jesús nos dijera delante de testigos; “te entregare las llaves del reino de los cielos y las puertas del infierno no prevalecerán…”, “pastorea mis ovejas…” y no solo eso, también haber estado en la transfiguración y verlo resucitado. ¿Cómo nos sentiríamos?, creo que andaríamos por la vida confiados, como dicen en la calle “presumiendo la charola” y “parándonos el cuello” sintiéndonos más que los demás, creyendo que tenemos la salvación “resuelta” por nuestra influencia con el resucitado.
En ocasiones en cosas pequeñas sale a relucir nuestro ego enorme, por ejemplo; hacemos alguna labor social y ya nos sentimos la Madre Teresa de Calcuta, acudimos algún retiro y nos  sentimos como si fuésemos los monjes más místicos. Así somos, nos gana el ego cuando hacemos el bien, caemos fácilmente en esa tentación. Hay que detectar en nosotros esas actitudes que quizá nadie más ve –porque no las decimos aunque las sentimos- para que nuestra humildad se vuelva integra. Quizá valga más un pecador arrepentido que un justo presumido.   
San Pedro es el hombre que recibió cosas que ningún otro hombre recibió, leamos su actitud ante la salvación; “Llegará el día del Señor como hace un ladrón, y entonces los cielos se desarmarán entre un ruido ensordecedor, los elementos se derretirán por el calor y la tierra con todo lo que hay en ella se consumirá. Si el universo ha de descomponerse así, ¡cómo deberían ser ustedes! Les corresponde llevar una vida santa y piadosa, mientras esperan y ansían la venida del día de Dios, en la que los cielos se desarmarán en el fuego y los elementos se derretirán por el calor. Más nosotros esperamos, según la promesa de Dios, cielos nuevos y una tierra nueva en que reine la justicia. Con una esperanza así, queridos hermanos, esfuércense para que Dios los encuentre en su paz, sin mancha ni culpa” (2da de S. Pedro 3:10-14).

Para concluir, si los apóstoles recibieron tanto y no cayeron en la pereza para alcanzar la salvación y las promesas, ¿Qué actitud debiésemos tener nosotros que ni siquiera hemos saludado de mano a Jesús?, seamos entendidos, no pensemos que la tenemos “resuelta”, no descuidemos una salvación como esta, no vaya ser que creyendo conocer a Cristo, El no nos conozca.