jueves, 13 de septiembre de 2012

Construyendo el lugar de tormento



Constantemente los sacerdotes en sus homilías nos hablan de la construcción del Reino de Dios aquí en la tierra, nos dicen que la vida eterna inicia desde aquí, y que contribuyamos con la piedad. Si bien es cierto que, como evangelizados debemos contribuir en ese Reino anunciado por Jesús, también entiendo que es posible contribuir en la construcción del infierno desde hoy en esta tierra. Cada una de nuestras acciones contribuyen para bien ó para mal de otros, un ejemplo claro de este mal, es el egoísmo del divorcio donde los cónyuges satisfacen sus intereses individuales rompiendo la unión marital justificados en “su felicidad” trayendo a sus hijos el infierno de tener a sus padres divididos con lo perturbador que resulta para todo ser humano el hecho de ver a sus padres entablando relaciones con terceras personas. El suicidio es otro ejemplo que nos muestra lo asfixiante y traumático que puede resultar un entorno para una persona, esa negación que tenemos como sociedad para otorgar comprensión, fidelidad y solidaridad para con los demás hace que el suicida se deprima por soledad. El peso de la presión de grupo, la autoestima lastimada, el afán materialista y superfluo de la sociedad le provoca un cansancio, haciéndole de esta vida una condena, un infierno, que desgraciadamente manifiesta en el suicidio un escape a su tortura.

El rostro ensangrentado de Jesucristo en su pasión, su cuerpo torturado, las agresiones verbales hacia su persona, el deseo de poner en duda su integridad en el juicio ante Caifás y Pilatos plagado de dolo y calumnias, no es otra cosa que la manifestación de ese infierno perpetrado por los hombres. El rostro de Cristo ensangrentado y coronado con espinas es la evidencia de ese infierno que los hombres construyen, que debe hacernos reflexionar, pues, ningún hombre debe ser tratado de forma hostil y ¡mas si es inocente!. Son nuestras malas acciones las que hacen de este Edén una tierra de injusticia y de temor, de una especie humana que tuvo vocación de hermandad y la degrado para hacerse verdugos y depredadores entre sí. 



Jesús llevado a juicio por el odio, torturado y crucificado de modo brutal en Israel, constituye el anuncio de esa sociedad que edifico un infierno por su injusticia, que amedrento a todos aquellos que desearon seguir el camino del redentor. Cristo advirtió a los Apóstoles que les vendrían tiempos difíciles, y yo aclaro que en ningún momento de la historia Dios a deseado la tortura del ser humano, sea mental, física ó emocional, sino que es el mismo infierno que las sociedades provocan el que busca imponerse por sobre todas las cosas, seduciendo a cada generación por egoísmo. La resurrección de Cristo en Jerusalén es el manifiesto que pone en alto el Reino de los cielos por encima del infierno que aquellos hombres construyeron.     

El fuego del infierno construido por todos, que nos agobia y nos absorbe, debe ser apagado por el perdón, por la piedad, por la confianza que existe en el saber que Jesús actuó de tal forma. El perdón otorga una grandeza a quien lo otorga, pues, sin ser sacramento, la víctima termina siendo juez que absuelve a su verdugo; “te perdono”. Quien ama y perdona a pesar del odio es un pacificador, y si así lo hace será bienaventurado.