martes, 17 de diciembre de 2013

El pleito entre la carne y el espíritu

            En una ocasión escuche una interpretación judía de “la caída de Adán”. Se afirmaba que, el pecado original en el jardín del Edén introdujo en la creación “la separación”. El ser humano que estaba en comunión con Dios, se separo de Él. La muerte entro en la creación por ser la separación entre nuestro  espíritu y nuestro cuerpo. Desde entonces, nuestra carne y nuestro espíritu entraron en disputa al interior de nosotros.  
            El apóstol San Pablo, en el Nuevo Testamento enseña que los deseos del cuerpo, la carne, son como los de un animal salvaje que debemos domar, si no, terminaremos convertidos en esclavos los deseos irracionales: los celos, los pleitos, las soberbias, los egoísmos. En cambio, el espíritu humano que entra en comunión con Dios por su gracia, vive en búsqueda de “las cosas de arriba”, esto es la paciencia, la bondad, la piedad, la compasión, lo justo y lo correcto, etc. San Pablo afirmaba que la ley de Dios es buena, santa y procede del Espíritu, pero su carne también ejercía un dominio sobre él, para seducirlo a obrar el mal que no deseaba, mientras que, el precepto divino le ponía en claro aquello que es santo y justo, para luchar e ir en esa dirección sometiendo sus deseos carnales.
            El apóstol se refiere a la rebeldía de nuestra carne como “el pecado que habita en nosotros” (Romanos 7:10-25), que se aprovecha de nuestra debilidad y nos hace caer quebrantando la ley santa de Dios, llevándonos a obrar el mal.  
            El apóstol se lamenta de este pleito que existe en el interior humano, pues, si damos rienda suelta a la rebeldía de la carne quedaremos condenados cosechando el fruto de nuestros desordenes. Pero, San Pablo agradece también el hecho de que Dios en Jesucristo tenga compasión de la humanidad, ya que, por el arrepentimiento y por la gracia alcanzaremos las promesas.
            Ningún ser humano puede jactarse de no quebrantar la ley de Dios jamás, habiendo domado por completo su carne. Por el pecado de Adán, hemos heredado esta enemistad en el interior de nuestro ser, convirtiéndonos en seres contradictorios. En el interior deseamos el bien pero no obramos todo el bien que deseamos pues por la carne quedamos limitados. Algo dentro de nosotros se opone a que demos rienda suelta a nuestra bondad. Nuestra carne hace que la Palabra de Dios se convierta en una cruz, que por la rebeldía de la carne nos trastorna para que no la carguemos, en cambio, es la misma Palabra de Dios donde encontramos paz para nuestro espíritu y por la gracia domamos nuestra carne.      
            Por muchos años llegue a pensar que “no existía reconciliación entre mi carne y mi espíritu”. Sin embargo, hasta hace poco conocí lo que los judíos esperan de la obra del Mesías. Ellos sostienen que el Mesías traerá la reconciliación entre la carne y el espíritu, haciendo del cuerpo humano una unidad plena y pura ofrecida a Dios. Aunque los rabinos judíos lo expresan y lo esperan como si “la llegada del Mesías trajera en automático la purificación de toda la raza humana”,  esta creencia judía no se opone a lo que nosotros como católicos creemos. En la encarnación del Verbo vemos el cumplimiento, según el evangelio: “el Verbo de Dios se hizo carne y habito entre nosotros…” (San Juan 1:14).
            El Mesías trajo la reconciliación entre la carne y el espíritu, en su resurrección queda de manifiesto que “la separación” entre ambas, ósea, la muerte, no prosperara, sino que la unidad total del ser humano prevalecerá: “carne y espíritu” sin rebeldía para beneplácito de Dios. Acudamos a los sacramentos para recibir la gracia y domar nuestra carne, por la purificación. ¡Amén!.