domingo, 19 de septiembre de 2010

La adoración a Dios


Israel era un pueblo formado por doce tribus extendidas a lo largo de Canaán, todas las tribus tenían como sede religiosa la ciudad de Jerusalén por su templo. El templo de los hebreos era de suma importancia porque en el habitaba la presencia de Dios, dentro del templo en el lugar llamado “El Santo de los Santos” estaba el arca de la Alianza, y dentro del arca estaban la vara de Aaron y las tablas de Moisés que contenían los diez mandamientos del monte Sinaí.

La historia de Israel relata que las tribus del norte de Canaán fueron desterradas a Babilonia, quedando en el sur de Canaán la sede religiosa en Jerusalén con solo dos tribus, Judá y Levi. Las diez tribus restantes estando en Babilonia se convirtieron en mestizos, siendo los samaritanos el fruto de la mezcla entre dos razas. Cuando los hebreos mestizos son liberados de Babilonia y retornan al norte de Canaán establecen su sede religiosa en la ciudad de Samaria, buscando retornar a sus raíces hebreas establecen un culto similar al de los hebreos de Jerusalén. Esta nueva sede traería un celo entre los samaritanos y los de la tribu de Judá. Para los Judíos, la sede era Jerusalén y ahí se debía adorar a Dios pues ahí estaba el templo y la promesa de Dios dada a Salomón (2da de Crónicas, Cap. 5-7).

Tiempo después el evangelista San Juan narrará la platica entre Jesús y la samaritana, siendo la ciudad de adoración una interrogante para esta mujer; “Los patriarcas adoraron en este monte, pero los Judíos dicen que en Jerusalén se debe adorar a Dios, ¿Dónde se debe adorar?” (San Juan 4:20). Jesús responderá a la samaritana que el Mesías viene al mundo por la descendencia de la tribu de Judá, y que en la Nueva Alianza se dará culto a Dios en Espíritu y en Verdad. De esta nueva adoración (de la cual participamos actualmente), otra cita del Evangelio nos dará otra señal, pues una platica entre Jesús y los fariseos, dice: “Destruyan este templo y yo lo reconstruiré en tres días” (San Mateo 27,40), los fariseos no entendieron las palabras de Jesús pues solo imaginaban el templo construido por el Rey Salomón en Jerusalén, pero Jesús se refería a su propio cuerpo como templo de Dios, señalando tres días para referirse a su resurrección.

Tras la resurrección de Cristo, los Apóstoles se refieren a nuestro cuerpo como “El templo del Espíritu Santo” (1º Carta a los Corintios 6,19), pues por los sacramentos hacemos presente a Dios dentro de nosotros. Como ya mencione, para los Israelitas el templo era de suma importancia pues en el habitaba la presencia de Dios y los elementos de la Antigua Alianza establecida con Moisés. Para nosotros en la Nueva Alianza, por el sacrificio de Cristo nos convertimos en templos ó sagrarios de Dios, pues por Jesús nos alimentamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo que son piezas centrales en el establecimiento de la Nueva Alianza (San Mateo 26,28).

Miremos a los samaritanos que por el destierro perdieron las nociones religiosas y establecieron una sede distinta con un culto similar pero incompleto. Jesús nos ha compartido su cuerpo y su sangre haciendo de nuestro cuerpo su sagrario, su casa de oración. No seamos movidos por la ignorancia religiosa, no establezcamos un culto distinto pero similar al instituido por Cristo, no nos hagamos mestizos con las creencias extrañas al Cristianismo de los Apóstoles. Malo es acostumbrarse a vivir en el destierro, lejos del templo de Dios, nuestro cuerpo es el templo del Espiritu de Dios porque somos su sagrario, un templo sin la presencia de Dios no es templo de nada, aunque exteriormente luzca similar.